Los días
con Laura venían siendo casi todos iguales, las tardes, mejor dicho.
Desde que
había cambiado de trabajo nuestros tiempos libres circulaban en paralelo.
Apenas si se cruzaban, cansados ya, en ese pequeño espacio entre los últimos
mates de la tarde y el despliegue de ideas y ollas que intentan resolver, de
una forma económica, la condenada cena diaria.
No sé en
qué momento la mecánica rutina me había ordenado las horas.
El asunto
era que, sin pensar demasiado, todas las tardes me encontraba esperándola, con
el agua a punto, con tostadas exactamente untadas y sentado en mi sillón
preferido; para verla llegar, como ahora, que entra y deja sus cosas camino a
mí. El abrigo, las llaves, la cartera, sus zapatos y se sienta ahí en frente,
en su silla que la abraza, a la luz de la lámpara encendida y exquisitamente
colocada. Y mueve la cabeza, se afloja los puños, se mira las manos, libera su
pelo y da rienda suelta, primero, a todas las quejas y cansancios, luego a lo
que la alimenta de limitada alegría, que por lo general comienza con un; “bueno,
por lo menos…”
Y es ahí,
justo en ese momento, cuando se abandona en el respaldar y la luz le contornea
el perfil. Le trepa por el cuello, que es una llanura vertical, se pierde en su
escote, que ofrece comodidad y refugio, le dibuja la retina, que ve lo
impensable, y le juega en la boca, que devela sus misterios y deseos.
Mientras,
del otro lado, allá, como saltando su nariz, queda todo lo otro, su otra ella,
la sombra que la completa, donde la luz no se anima. La escucho a lo
lejos, -Vi una cartera que me gusta, el colectivo estaba lleno, este se
peleó con aquel…
Y no me
importa.
En su
otra mitad, continúa la boca que me insulta, el ojo que me observa, el oído que
me ignora. Y sigue: -Mañana tengo mucho que hacer, me gustaría ir allá,
se está por largar a llover, y nada, nada.
¿Y vos, que hiciste?
-¿Yo? Yo,
estuve pensando mucho en vos.
-Ariel-